Pensar el mundo de forma fragmentada no tiene sentido, sólo podemos concebirlo como un ecosistema en el que los organismos se interrelacionan compartiendo un mismo hábitat. Las empresas son organizaciones que forman parte de un ecosistema industrial, en el que éstas se relacionan con el entorno y sus grupos de interés.
En un ecosistema hay un intercambio de energía; dentro del ecosistema industrial también se da ese intercambio en forma de bienes, servicios, conocimiento, valor monetario o activos intangibles, lo que hace que la rueda siga funcionando. Mariano Seoanez Calvo, en su libro ‘Ecología Industrial‘, habla de que estudiar estos flujos contribuye a reestructurar el sistema industrial y mantener el equilibrio con la biosfera. La ecología industrial trata de dar respuesta a las necesidades de particulares y empresas, asumiendo políticas, normativas y desafíos globales, con el objetivo de alcanzar la sostenibilidad. Por lo tanto, cuando una empresa se pregunta si la sostenibilidad debe tenerse en cuenta dentro de la estrategia empresarial, la respuesta es -rotundamente- sí.
Hablar de sostenibilidad es concebir el desarrollo sustentable como aquel que satisface las necesidades de hoy, sin comprometer las generaciones futuras. Esta visión queda recogida por las Naciones Unidas en el informe “Nuestro futuro común” y afecta a tres dimensiones que las empresas deben incorporar dentro de su estrategia: desarrollo económico, protección ambiental y equidad social. Supongamos que una empresa toma decisiones de tipo económico, sin pensar en la repercusión que las medidas tomadas pueden tener sobre el medio ambiente o la calidad de vida de las personas. Esa estrategia puede ser válida a corto plazo para la empresa, pero va a generar un impacto negativo en el entorno y, antes o después, recaerá sobre la misma empresa. Se trata de mantener el equilibrio entre las tres dimensiones, lo que se traduce en una estrategia beneficiosa para la empresa a largo plazo. Aquí entra en juego la responsabilidad social empresarial (RSE), es decir, “cómo las empresas son gobernadas respecto a los intereses de sus trabajadores, sus clientes, proveedores, sus accionistas y su impacto ecológico y social en la sociedad en general” (definición del Foro de Expertos RSE del Ministerio de Empleo y Seguridad Social, válida para sociedades y empresas, sector público y privado, sin ánimo de lucro y con). Así que la gestión, la estrategia y las acciones llevadas a cabo deben impregnar el día a día de la empresa, con el punto de mira en la ecoeficiencia y la competitividad perdurable. Según la Organización Internacional del Trabajo, la RSE condiciona los principios y valores por los que se rige la empresa, los cuales marcarán las relaciones internas y externas de ésta.
En un ecosistema, todos los organismos son imprescindibles para mantener la cadena trófica. Un comportamiento depredador puede tener consecuencias nefastas. La RSE debe empujar las empresas a crear una relación de simbiosis y cooperación con el entorno, el único modo de mantener el ciclo ininterrumpidamente, promover la diversidad y asegurar la supervivencia, en definitiva, celebrar el éxito compartido. No obstante, aquí todos jugamos un papel importante: según el Observatorio de la Sostenibilidad, en España, los consumidores tienen mucho más peso que las normativas, a la hora de exigir políticas responsables a las empresas.
Llegado este punto, es el momento de darle la vuelta al proverbio latino ‘facta, non verba’, porque las acciones deben de acompañarse de palabras. Una buen plan de comunicación es imprescindible para visibilizar el compromiso de las empresas con la sociedad y el medio ambiente. El beneficio va en doble dirección: por un lado, confiere valor añadido a la empresa, contribuyendo positivamente a la imagen corporativa; por otro lado, crea un efecto llamada, tanto de nuevos clientes como de otras empresas que se suman a la causa.